EL MUÑECO DEL VENTRÍLOCUO

 

Si hace un año me hubiesen dicho que mi gran viaje del verano consistiría en conducir hasta Salou para volver a trabajar en el mismo parque temático donde había trabajado ya muchos veranos mientras estudiaba, no me lo hubiese creído. Como tampoco me hubiese creído, cuando la pandemia empezó a trastornar nuestras vidas, que aquel maldito virus solo sería la primera de mis plagas bíblicas del dos mil veinte. Raquel (mi pareja y socia) y yo pasamos el confinamiento en Madrid en nuestro pequeño apartamento alquilado. Con la primavera ya avanzada, todos encerrados todavía y sin trazas de que la cosa fuese a cambiar pronto, a la empresa de organización de eventos que habíamos montado juntas empezaron a caérsele la mayor parte de los contratos que teníamos apalabrados. Más adelante, con unos números que no salían, habíamos tenido que ser nosotras las que anulásemos los pocos compromisos que nos quedaban. Pese a la que estaba cayendo yo viví aquellos días de encierro con Raquel como una época francamente feliz, simplemente porque ella estaba cerca. Pero a ella al parecer, esos meses le había valido para descubrir que “la vida era otra cosa”, y que además esa “otra cosa” sería mejor si no me incluía a mí. Así que, en cuanto se permitió la movilidad interprovincial, Raquel se marchó del piso y de la ciudad para volver a vivir con sus padres. Ellos tenían una casa en un pequeño pueblo de Zaragoza, así que con Raquel también se había marchado nuestro perro Pi, porque quién no sabe que “un animal es siempre más feliz en el pueblo, con bien de campo donde correr”. Sin ingresos fijos ni perspectivas de tenerlos, y ahora sola para hacer frente al alquiler, tuve que aceptar que no sería viable quedarme en un apartamento así de caro. Y al mismo tiempo que Raquel volvía a Zaragoza yo también lo dejaba para mudarme a una habitación que había quedado libre en el piso de unos conocidos.

La primera noche después de la mudanza y de una forma casi providencial, mientras yo lloraba sentada en mi nueva habitación, rodeada de maletas y cajas y con tres plantas gigantes como únicos seres vivos acompañándome, me había llamado Marta, la encargada de personal del parque. La buena mujer, que seguía llevándose bien con muchos de los que habíamos trabajado allí tantos veranos, nos llamaba de vez en cuando para preguntarnos qué tal nos iban las cosas. Nuestra conversación había terminado con mi promesa de llegar al día siguiente a Salou y empezar a trabajar en el parque un día después. Casi dos horas de sesudos razonamientos nos habían llevado a concluir que salir huyendo de Madrid era la más madura de todas las decisiones que se podían tomar en ese momento.

Así que allí estaba, esperando a Marta en su pequeño despacho para firmar el contrato y que me comentase cómo iba a ser todo en este verano tan raro. La gente de administración me había comentado que estaría al caer, que no les había dicho que fuese a salir a ninguna parte y que probablemente estuviese cogiéndose un café o fumando. Me había sentado en un sillón cerca de su escritorio y al fijarme en todo lo que allí había recordé su obsesión por las antigüedades. En aquellos años se había hecho con todavía más objetos de los que ya tenía. Máquinas de escribir, cámaras de fotos viejas y otros aparatos extraños se habían unido a los existentes en su ilustre trabajo de acumular polvo. Además, a modo de decoración, sentado en el escritorio había un viejo muñeco de ventrílocuo. El muñeco tenía la cabeza grande y el pelo le crecía hacia la mitad de la coronilla y un poco disparado. Lo habían vestido con unos pantalones y un chaleco negro, una camisa blanca y un pequeño fajín rojo.

Marta había dejado la radio puesta, sonaba una emisora de música comercial y mientras yo seguía mirando los objetos de las estanterías empezó a sonar el “Despacito” de Luis Fonsi. Había empezado a canturrear, no sin cierto sentimiento de culpa, cuando me sobresalté al escuchar que aquel muñeco canturreaba también. Daba golpecitos sobre el escritorio con una mano mientras lo hacía y después del susto inicial solté una carcajada al verle y seguí cantando, ahora ya en alto y sin complejos porque esta vez no estaba haciéndolo sola. Llevábamos poco tiempo con el recital cuando el muñeco se levantó para bailar. Se apoyó torpemente sobre el escritorio con las manos y se impulsó finalmente con las piernas. Ya de pie y con los brazos levantados movía las caderas mientras se daba golpes con una de sus manitas en el pecho. Él cantaba “Tuuu… Tú eres el imán y yo soy el metal” mientras yo alargaba el cuello y miraba un lado y a otro para tratar de encontrar el mecanismo que le movía. No conseguía ver nada desde donde estaba así que me levanté para acercarme más. Busqué alrededor del muñeco y debajo de él pero tampoco tuve suerte. Mientras me estaba inclinando para mirar también detrás del escritorio, el condenado muñeco estaba dándose palmadas en su pequeño trasero de madera al ritmo de la música. Detrás de la mesa pude ver a Marta tirada en el suelo con la boca y los ojos muy abiertos y un charco enorme de sangre bajo la cabeza. Durante unos segundos me quedé paralizada y con la mente en blanco. Noté que el muñeco dejaba de cantar y tuve la intuición de que no debía mirarle. Di unos cuantos pasos para atrás, me giré rápido y empecé a correr. Mientras lo hacía pude escuchar unos golpecitos como de madera sobre la baldosa, pero no miré atrás y seguí corriendo.

 

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