LA EQUIVOCACIÓN

 


He terminado la videollamada con la familia y vuelvo al silencio de mi pequeño apartamento. Puede que ahora esté todavía más deprimida de lo que lo estaba antes de esta cena virtual de Noche Buena. El “mejor esto que nada” no ha tenido mucho sentido, al menos para mí. Aunque a mi familia le he mentido vilmente, por supuesto. He fingido estar alegre, creo que a la perfección, y he repetido siempre que la ocasión lo requería los socorridos “al menos nos vemos así”, “lo importante es que estemos todos sanos”, “esta cena es una cena más”, etc. Por desgracia este teatrillo no ha llegado a convencerme a mí. Ni me ha salvado de sentirme ahora todavía más triste de lo que ya estaba. Además, para que no se me olvide esta sensación de abandono en la que  me encuentro ahora, desde todas las casas vecinas me llegan rumores de risas y gritos, de tintineos de copas y platos.

Todavía es temprano pero tengo mucho sueño. Me siento débil y un poco mareada, así que apoyo la cabeza sobre la mesa para descansar tan solo un rato antes de levantarme. Casi al lado de la cara tengo mi copa y una botella de champán prácticamente vacía. Verlas me está aumentando el dolor de cabeza y revolviéndome el estómago, así que me giro para mirar en la otra dirección. Ahora tengo frente a mí uno de los espejos de la entrada. Puedo verme reflejada y la estampa no es para nada reconfortante. Sigo teniendo delante el plato con las sobras de la cena y por detrás de mi cabeza asoman la copa y la botella de champán como si de unos cuernos asimétricos y marcianos se tratasen. Reconozco el patetismo de la estampa, y en cualquier otra ocasión me hubiese incorporado instantáneamente, pero ahora mismo me faltan las fuerzas, así que sencillamente no me muevo y me resigno a formar parte de este bodegón costumbrista y lamentable.

Desde aquí también puede verse el árbol reflejado. Lo he dejado francamente bonito, con sus bolas y sus espumillones brillantes. Con sus luces parpadeando sin piedad y sus adorables muñequitos colgados. Quizá desde fuera, para esa gente que aún camina a estas horas por la calle, esta sea la ventana de una casa más llena de gente feliz. Me siento como una impostora porque no es así, y me planteo que lo honesto sería salir a la ventana con mi copa a gritarle al barrio la verdad y terminar brindando a la salud de todos, pero definitivamente me falta valor.

Bajo el árbol están los regalos, salta a la vista el esmero con que los he envuelto y colocado. Me he escogido unos bonitos detalles que espero me animen un poco mañana. Mientras me recreo con el cuidado que le he puesto al encuadre, el encaje y a la combinación de colores de las cajas de regalo me doy cuenta de que una de las figuritas del árbol se ha caído al suelo. Se trata de un pequeño conejo de peluche vestido con una bufanda y un gorro de Papa Noel  que ha ido a parar muy cerca de los regalos. Diría que me está mirando. Percibo, incluso, tristeza en esa mirada. Así que saco fuerzas para levantar la cabeza de la mesa y ponerme de pie y me giro en dirección al árbol con la intención de devolverle a su lugar. Lo busco por todas partes pero no le encuentro, cosa que me extraña mucho. Así que vuelvo a mirar en dirección al espejo y compruebo que ahí sigue, mirándome de forma lastimera igual que antes.

Me acerco al espejo para verle más de cerca. Tiene la vista clavada en mí y ahora que estoy casi a su lado puedo escuchar como gimotea y tiembla. Siento todavía más lástima y me agacho tratando de acercar mi imagen a la suya. Muevo mi mano en el aire de manera que el reflejo acaricie su pequeña cabeza. Sé que lo consigo porque el animal se estremece y sonríe. Además he podido notar en mi mano la suavidad de su pelo. “Tranquilo, no estés triste”, le digo. Y ahí puedo ver la felicidad en su cara y me siento francamente bien. Mientras sigo mirando nuestras imágenes observo que el pequeño conejo me hace señas para que me acerque más, y sin que yo me haya movido puedo ver como mi imagen se acerca más a él. El pequeño animal le dice algo al oído pero yo no escucho nada. Me incorporo de golpe con la esperanza de que mi reflejo haga lo propio, pero no se mueve. Sigue atendiendo a lo que el pequeño conejo tiene que decirle. Durante unos segundos no puedo reaccionar y simplemente sigo mirando. Cuchichean y se ríen. Cuando terminan de hablar mi yo del espejo se tumba en el suelo y el pequeño conejo me mira ahora a mí, sonríe y se echa a caminar en dirección a la cocina. Le sigo con la mirada hasta verle desparecer por uno de los ángulos de la sala que el espejo ya no recoge.

Apenas un minuto después le veo volver, trae a rastras un juego de cuchillos de cocina. Mi imagen parece dormir con los ojos abiertos, yo no entiendo nada y empiezo a sentir pánico. Trato de colocarme en la misma posición en la que se encuentra mi reflejo con la esperanza de volver a tener el control sobre ese cuerpo. Creo que consigo recrear bien la imagen porque segundos después tampoco yo puedo moverme por más que lo intento. Quiero hablar o gritar y tampoco lo consigo. Como me he quedado con la mirada clavada en el techo, hace rato que he perdido de vista al conejo. Sé que todavía sigue cerca, le escucho de vez en cuando reír y hablar en un idioma que no soy capaz de identificar.


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